TALLERES

sábado, 6 de noviembre de 2010

EL HOMBRE


El hombre caminaba con pasos cortos, cabizbajo, con apuro, apretando el portafolio de cuero negro en su pecho. Se confundía en el tráfago matutino del Paseo Ahumada. Era uno más entre la gente, pero, un buen observador notaría su rostro demacrado, parecía llorar sin lágrimas, tan acongojado como si llevara el peso del mundo sobre él. También un buen observador notaría el nerviosismo o temor que apretaba su portafolio.
Tenía que llegar luego a las oficinas de la Alameda, entrar por el estacionamiento y subir directamente al despacho del General.
El hombre desde pequeño había soñado con ser militar, desde siempre se sentía arrebatado por la vocación de soldado. En su infancia soñaba con proezas y heroísmos para su patria. Por eso se alegró cuando el general lo llamó esa mañana, a él, insignificante soldado encargado de trasladar papeles de una oficina a otra en “la gran casa de la Alameda”. Entró un poco desorientado y manos sudorosas de tanta emoción.
Se cuadró marcialmente frente a su General, el cuerpo lo sentía electrificado como si su uniforme de campaña, desprovisto de medallas y condecoraciones fuera la mismísima bandera tricolor que lo arropaba.
--Sargento, descanse- le dijo el General, con esa voz de mando, segura, autoritaria, que lo caracterizaba. El tronar de la orden lo caló hasta lo más hondo.
--Amigo ¿cuánto tiempo lleva usted trabajando en esta repartición? -inquirió el militar con voz más suave.
El hombre tardó unos segundos en responder, se sorprendió, no esperaba que su General lo tratara de amigo con ese tono paternal, cómplice de confidencia.
--Señor, tres años y siete meses señor- respondió con voz militar escondiendo sus emociones.
--Hace tiempo he notado la dedicación y empeño con que realiza sus tareas sargento- le dijo el General sentándose en su sillón, magnífico, cómodo, repujado en cuero, detrás del amplio escritorio de ébano y mármol.
El hombre quedó impresionado, no sabía si por lo que había escuchado o por ver a su General sentado detrás de ese altar imponente, mejor que el Papa en la Plaza de San Pedro.
--¿Cuánto hace que está en el ejército sargento?
Sintió que la voz le llegaba desde las nubes.
--Señor, quince años, señor – respondió, con voz ronca y alta.
--Hoy usted mi amigo prestará un gran servicio a la Patria, en estos tiempos de guerra, con tantos enemigos ocultos. Hay que ser firmes y leales para vencer a los comunistas amigos del marxismo extranjero.
El hombre continuó escuchando, grabando en su memoria las instrucciones que le daba como en una catarsis, al término saludó, giró y salió de la oficina. Fue a su casa, se quitó el uniforme, se vistió de civil, abrazó a su esposa que lo miraba extrañada, sin preguntar nada. Esa mujer menuda que con su cariño silencioso le había salvado de tantas depresiones en estos tiempos tan duros e incomprensibles. Se tomó un café, total estaba en casa y aún había tiempo. La infusión no lo calmó, los negros pensamientos seguían acechándolo. No cabalmente la misión encomendada. Su cerebro trabajaba a mil, atando cabos, viendo más allá, descifrando las incógnitas. No lograba entender o tal vez no quería entender. ¿Por qué tenía que ir de civil hasta el sector de Recoleta? A una sucursal de extranjero le había dicho su General, no en un jeep del ejército ni siquiera en su auto y entregar los números que guardaba en el rincón más profundo de su memoria. El hombre trataba de desechar esa inquietud creciente, galopante en su interior. Hubiera preferido ir con uniforme. De civil se sentía desnudo, desamparado, huérfano.
Se dirigió al paradero más próximo y tomó la micro. En veinte minutos estaba en la calle Independencia, calculó la altura de la numeración y se bajó, llegó a Recoleta, sombría, bohemia, apostadores consuetudinarios transitaban hasta el hipódromo.
Llegó al local y entró, más que banco parecía una oficina de abogados poco exitosos.
Se le acercó alguien con impecable traje oscuro a rayas y le dijo parcamente:
--Vengo a hablar con Mister John, me está esperando.
En silencio le hicieron pasar a otra oficina, más amplia y menos iluminada, llena de computadores funcionando y hombres ídem. Alguien alto, rubio, delgado, de ojos azulinos se acercó y lo saludó en mal español, inmediatamente agregó:
--Si me da los números que trae, haremos el trámite inmediatamente.
El hombre se quedó parado, rígido en medio de la sala, tratando desesperadamente de buscar en su cerebro los fatídicos números y no encontró nada, todo estaba en blanco, podía sentir como la sangre recorría todas sus venas, quería moverse y no lo lograba, quería hablar y de su boca no salía palabra alguna. Como desde el fondo de un gran cuarto oscuro avanzaban lentamente recuerdos de rumores terribles, prohibidos entre la tropa que trabajaba en la “Gran casa de la Alameda”, de dineros, de fuga, de soldados desaparecidos, subversivos, “vendepatria”.
Qué difícil se le hacía al hombre reconocer ahora quiénes eran los enemigos. A este gringo, rubio, joven, impecable, que tenía enfrente, no sabía como clasificarlo. Una chispa en su interior sonaba como una alarma.
--Soldado, me da esos números- le dijo con cierta prepotencia el gringo.
Sin poder disimular del todo, con un ligero titubeo recitó de memoria los números aprendidos, mientras su interlocutor los anotaba con agilidad en una libreta, acto seguido se dirigió a un computador y comenzó a trabajar en él.
El hombre se acercó y con el rabillo del ojo alcanzó a leer un poco la pantalla, eran números y cifras astronómicas, dólares americanos y un nombre se quedó incrustado en su frente “Banco Riggs”.
El rubio imprimió unas hojas, las tomó, revisó, cerró la pantalla, se adelantó hasta el escritorio, sacó un portafolio cuero negro, introdujo las hojas y se las alargó al hombre.
--Listo - lléveselas al General.
El hombre tomó el portafolio con manos temblorosas, se sentía fatigado, muy viejo. Con pasos lentos y cuerpo encorvado salió del local.
Ya encajaban todas las piezas de su misión secreta.
Caminó hacia Independencia, atravesó el Mapocho, no tenía ánimo ni para tomar el micro, sentía punzantes dolores en todas partes, hasta en lugares que ni sabía que tenía pero lo que más le dolía era el alma.
Cuando llegó al Paseo Ahumada apretó con fuerza el portafolio a su pecho con temor a ser asaltado, continuaba sintiéndose desnudo sin su uniforme militar.
Al llegar a la Alameda entró por el estacionamiento siguiendo las instrucciones, ingresó al despacho, le entregó el portafolio al General quien sonreía satisfecho.
Regresó a casa y en silencio tomó todos sus uniformes y al final del patio les prendió fuego como en un rito de expiación, besó a su mujer, miró a sus hijos, no se atrevió a tocarlos, se duchó, vistió la misma ropa, escondió los espejos y con el arma de servicio en la mano entró en el garaje.
Al otro día en los periódicos de la ciudad se leía el siguiente titular:
“El General se reúne con su Gabinete para planificar nuevas estrategias de superación de la pobreza en que dejaron al país los “comunistas”.
Y en un titular más pequeño, casi al margen de la página se puede leer:
“Un nuevo mártir para la Patria, un sargento cae en enfrentamiento con extremistas, más información en página 8”.

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