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viernes, 27 de junio de 2008

Representacion de lo nacional a propósito de la Celebración de la Procesión de San Pedro en Talcahuano

COPYRIGHT 2007 Universidad de Chile, Facultad de Filosofia y Humanidades

RESUMEN/ABSTRACT

El artículo examina los cambios producidos en la literatura chilena (narrativa y poesía) y en la crítica literaria, en las primeras décadas del siglo XX. Para ello utiliza un corpus extenso de autores y obras, conformado por aquellas que fueron mejor recibidas en la época. El artículo muestra la vinculación de estos cambios con una reconfiguración del imaginario nacional y con una escenificación del tiempo histórico nacional en clave de integración, en la perspectiva de incluir a nuevos sectores sociales en ese imaginario.

PALABRAS CLAVE: nación, criollismo, nacionalismo, narrativa, poesía crítica.

Mucho se ha insistido, lo mismo en las escuelas que en los discursos gritones, en el sentido del cóndor, y se ha dicho poco de su compañero heráldico. El pobre huemul ... Yo confieso mi escaso amor al cóndor, que, al fin, es solamente un buitre. Gabriela Mistral "Menos cóndor y más huemul"

Nota de María Cristina Ogalde:
Este artículo hace referencia al poeta Premio nacional de Literatura DON DIEGO DUBLÉ URRUTIA

La narrativa de la nación experimenta a comienzos del siglo XX --con respecto al siglo XIX-- grandes variaciones en el ámbito de los personajes, espacio, motivos, temas y lenguaje. Para examinar estos cambios consideramos un corpus poético y narrativo que incluye las obras que concitaron mayor atención en los lectores y crítica de la época. Nos referimos a los poemarios Del mar a la montaña (1903) de Diego Dublé Urrutia; Alma criolla (1903) de Antonio Orrego Barros; Hacia allá (1905) de Víctor Domingo Silva; Canciones de Arauco (1908) de Samuel Lillo y Alma Chilena (1911) de Carlos Pezoa Véliz (1). Y en narrativa, a Juana Lucero (1902) de Augusto D'Halmar; Pueblo chico (1903) de Manuel J. Ortiz; Sub-terra (1904) y Sub-sole (1907) de Baldomero Lillo; Páginas chilenas (1907) de Joaquín Díaz Garcés; Escenas de la vida campesina (1909) de Rafael Maluenda; Casa grande (1908) de Luis Orrego Luco; Hogar Chileno (1910) de Senén Palacios; Cuesta arriba (1910) de Emilio Rodríguez Mendoza; El tapete verde (1910) de Francisco Hederra; Cuentos del Maule (1912) y Cuna de cóndores (1918) de Mariano Latorre; Días de campo (1916) de Federico Gana; La hechizada (1916) de Fernando Santiván; El roto (1920) de Joaquín Edwards Bello; Alsino (1920) de Pedro Prado y Alhué (1928) de José Santos González Vera (2).

PERSONAJES EN FUNCIÓN DE PAÍS

En la literatura del siglo XIX, el país equivale, en gran medida, al "vecindario decente", a la elite o a quienes aspiraban a serio. En la obra de Blest Gana, el más importante novelista del siglo XIX, el campo es un lugar de recreo para santiaguinos en vacaciones. En algunas novelas costumbristas, como La montaña (1897) de Carlos Silva Vildósola, el campo aparece con signos de pintoresquismo, desde una mirada citadina. Solo después de 1900, el campo adquiere vitalidad literaria por sí mismo, como naturaleza y conformador de vida, aislado de la ciudad.

En las primeras décadas del siglo, el espectro de personajes de otros sectores sociales y étnicos que se incorpora a la literatura es amplio y variado. Personajes vinculados al campo y a la ruralidad, pero también a espacios de miseria y marginalidad urbana o a condiciones laborales abyectas, como las que se dan en las minas de carbón o en la pampa. Son personajes permeados, salvo excepciones, por una mirada afina los sectores medios (la necesidad de preservar la vida rural o indígena pero también de "educarla") o de elite (la nostalgia por el campo, por el vasallaje y por los antiguos valores de la sangre y de la tierra) (3). Las excepciones son Subterra y Sub-sole de Baldomero Lillo, la lírica de Carlos Pezoa Véliz y Alhué de Gónzalez Vera, obras en que la óptica se instala sin mediaciones en lo popular, ya sea como registro realista de condiciones laborales o de vida, en el caso de Lillo, o como lo popular intercultural en un registro lírico innovador, en Pezoa Véliz, o como lo popular mítico y trascendente, en González Vera.

No es casual que del corpus de obras mencionadas, éstas sean estéticamente --por el grado de mimesis integral que logran-- las más significativas. En el resto predomina más bien una mirada mesocrática o de elite con connotaciones nacionalistas, que busca rescatar particularidades culturales y realzar el componente de tradición vernácula, con el objeto de reinsertar esas particularidades en la narrativa de la nación. El crítico Domingo Melfi, reconociendo este propósito, se refirió a varios de estos autores con un calificativo que probablemente hoy sonaría peyorativo: los llamó "chilenistas" (4).

Las estrategias de representación de lo nacional son variadas. Una de ellas se logra mediante la diversidad de oficios o actividades que pueblan el mundo de la ficción. En el mundo rural: el carretero, el peón, el capataz, el maestro de fragua, el peón de riego, el cuatrero, el amansador, el arriero, la cantora, el bodeguero, el puestero (en la Patagonia), el patrón, la criada, el curandero; en el mundo del tren: el palanquero, el maquinista, el conductor, el carrilano, el inspector, el fogonero; en la costa y en el río: el balsero, el cargador o guanaye, el lanchero, el arponero, el marinero, el pescador, el remero, el botero, el fletero; en las minas y en la pampa: el barretero, el minero, el oficinista, el fondero, el tornero, el desrripiador, el bodeguero, el calderero, el pirquinero, el enganchador; y en la urbe: el obrero, el organillero, el cura, el preceptor, el artista, la prostituta, el peluquero, el tony, la lavandera, el barrendero, el destapador de acequias, el monaguillo, el policía, la planchadora, el conductor de carros, el sereno, el pintor, el zapatero; y así, suma y sigue. Se trata de una variedad de personajes que a menudo carecen de nombre propio y a los que se menta únicamente por su función, personajes que conformando un paisaje humano y social diverso, hacen patente el mundo del trabajo, pero que como tales no tienen voz. En los casos en que el personaje tiene un nombre propio, el narrador omnisciente con frecuencia interviene, estableciendo un vínculo con la nación con el objeto de realzar la chilenidad (5).

Otra estrategia es la utilización de personajes y situaciones en que se hace patente la dimensión de lo nacional popular. En el poema "La procesión de San Pedro y bendición del mar, en Talcahuano" de Diego Dublé Urrutia (6), se describe con gran colorido un espectáculo de religiosidad popular pleno de energía social: la procesión que acompaña a la imagen de San Pedro, patrono de los pescadores, recorriendo las calles de Talcahuano y luego, con embarcaciones, la bahía.

"Y al son de la campana que allá repica, / corre el clamor en olas por la ribera, / desde los muelles viejos a Villarrica, / llenando con sus ecos la tierra entera. / Y suena un cañonazo y otro responde, / y con el himno patrio que ya despunta, / mil tiros disparados, quién sabe dónde, / todas las cabelleras ponen de punta".

Todos participan de la procesión: el señor cura, Ño Peiro, la turba, el borrachín, la Nicolasa y Rosa la paticoja, cuatro seminaristas y un prebendado, el "fletero viejo", el "morado obispo" y los monaguillos. Es una cofradía que sobrepasa con creces el marco de la catolicidad, una energía social diversa; una chilenidad en clave de integración. En el tono del poema se hace patente la emocionalidad de lo nacional y del país entero:

"Nadie falta ni teme la mar inquieta / ni el temporal advierte que se avecina, / desde el ricacho orondo, que va en goleta, / hasta la Rosa Coja, que vio la Ruina".

También se convoca lo nacional popular en "El dieciocho en la aldea", poema de Víctor Domingo Silva (7), en que junto a símbolos tradicionales y a tópicos de chilenidad se presenta un cuadro con huasos, veteranos del regimiento Tacha, rotos dicharacheros, alegres y festivos, con un pueblo que está de gala: "la aldea entera vibra y suda de orgullo". Idéntica intención de amplitud social se encuentra en "Las sandillas y las sandías", incluido en Páginas Chilenas (1907) de Joaquín Díaz Garcés, texto en que a la sandía se la personaliza y se la sigue en su recorrido por el mundo popular y por el vecindario decente, dos mundos que pasan a ser uno solo, unidos por la fruta símbolo del verano y del campo chileno.

EL HUASO Y EL ROTO

Otra instancia de representación de lo nacional son los estereotipos literarios concebidos como signos de identidad. Las figuras del huaso y del roto, personajes emblemáticos e iconos de lo nacional. En el ensayismo de las primeras décadas, tanto el roto como el huaso fueron concebidos como síntesis o símbolos de la raza, o como base étnica o sociológica de la nación (8). El roto fue mitificado como estereotipo vinculado a la Guerra del Pacífico: sufrido e inconstante; prudente, aventurero; valiente y osado; gran soldado, con ribetes de picardía y tristeza; a la vez generoso, desprendido y pendenciero. En la portada de la primera edición de Páginas Chilenas de Díaz Garcés, aparece la figura de un roto típico, con ojotas, sombrero de paja y poncho al hombro, figura híbrida de campo y urbe. Jorge Délano creó a fines de la década del veinte un roto con prosapia: Juan Verdejo Larraín. Edwards Bello en la novela El roto (1920) deconstruyó e ironizó al personaje, convirtiéndolo en un roto prostibulario y miserable, criticando de paso el clima nacionalista en que se había llevado a cabo su mitificación. El huaso fue el símbolo del mundo rural, defendido por los criollistas como el que mejor representaba la idiosincrasia y el particularismo nacional. Incluso se dio una discusión entre quienes postulaban para ese sitial al roto y quienes, al huaso. Se discutió también si la chilenidad residía de preferencia en el campo o en la ciudad. Hubo autores que concebían al huaso como una variable del roto y otros, por el contrario, percibían al roto como una variable del huaso. Según Benjamín Vicuña Subercaseaux, "el roto chileno se divide en dos grandes porciones. Una de estas hace una vida sedentaria y feliz en los campos; es el huaso. La otra es nómade y sufre todos los contratiempos y todas las diferencias de nuestras clases obreras ... el roto es bajo, delgado, de rostro oscuro, feo, de apariencia raquítica ... Pero desconfiemos de esa apariencia ... es uno de los hombres más fuertes de la humanidad ... pasa por el mejor soldado del mundo. Su vida histórica ha sido la guerra". Las mismas tesis e ideas se encuentran en la obra de Nicolás Palacios, quien concibe al roto como reserva de la raza y antípoda del petimetre y del aristócrata santiaguino (9).

Mariano Latorre, padre del criollismo, señaló que "durante mucho tiempo se tomó al roto como representante típico de la raza chilena. Sin embargo, el roto no es sino un accidente de nuestra raza. El huaso es su permanencia ..." (10) La preferencia de Latorre y de los criollistas por el huaso como prototipo de la identidad chilena se inscribe en la escenificación de un tiempo histórico nacional en clave de integración. La vinculación del huaso con los caballos, con el rodeo y con las destrezas del campo, vestimenta de origen andaluz, cordobés e incaico, e incluso, en ocasiones, su lenguaje, son atributos tanto del patrón como del peón. El huaso, en la realidad como en la ficción es --a diferencia del roto-- un...

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