TALLERES

miércoles, 5 de diciembre de 2007

LOS TEMORES DE ROBERTA

Un cuento de María Cristina Ogalde

La mujer abrió la puerta, entró rápido, el frío de la calle mordía sus carnes. Se acercó a la estufa y la encendió. Se quedó un momento parada enfrente, sintió el calor que hacía huir los temblores gélidos de sus manos y piernas. Se quitó el gorro, la bufanda, los guantes. Calmó su respiración, inspiró hondo. Sintió el aroma de su hogar. Escuchó el silencio placentero del merecido descanso nocturno. Se acercó al aparato de radio y lo encendió. Acordes melodiosos y lentos inundaron el ambiente. Después fue a la cocina, se preparó un café humeante y con él en sus manos se sentó en el sofá. Tomó la aromática bebida con placer. El calor la colmaba por dentro. Su cuerpo se fue relajando. La música y el calor del hogar la envolvieron en una agradable sensación. Lentamente se quedó dormida. Bruscamente sintió de nuevo el temido frío de la calle, el dolor álgido en sus pies, que ya no eran pies, sino cuatro patas, peludas, pequeñas, mojadas. Su barriga también estaba empapada y con fuertes punzadas por la mordedura desgarradora del hambre. Sus ojos irritados. Su oreja derecha ardía de dolor, una dolencia más cruel que el hielo. Temblaba de pies a cabeza. Evocó su última pelea en donde su oreja quedó colgando por una certera dentellada que también aplastó su dignidad de perra abandonada al no lograr el botín tan anhelado: los restos de comida de un basurero nocturno que le fue arrebatada del hocico fieramente por su adversario, otro perro como ella que luchaba por el sustento diario. Continuó caminando por la calle mojada, ya casi desfallecida. De pronto, al otro lado de la vereda divisó un tarro de desperdicios libre d e vientres codiciosos. El hallazgo la emocionó. Se lanzó frenética para alcanzarlo. En su loca carrera no vio el auto que se le abalanzó. El golpe la tomó por sorpresa. La lanzó por los aires. El ruido de los neumáticos, las luces, los gritos, también la sorprendieron. Se preparó mentalmente para aterrizar, rogando que el golpe no le quebrara algún hueso. Sintió que perdía el conocimiento. Hizo un esfuerzo, otro más, para no perder la conciencia. Entre la oscuridad y somnolencia logró despertar. Estaba húmeda de sudor, miró asustada, su corazón latía acelerado. Abrió los ojos y lo primero que observó fue la luz incandescente de la estufa. Estiró las manos, la taza estuvo a punto de caer de su regazo. Se puso de pie y la llevó a la cocina. Respiró aliviada. Todo había sido un mal sueño. Miró la habitación, reconoció sus muebles, su estufa, su sofá. Se sintió a salvo. Rió de sus temores. Más tranquila se recostó. Pensó en lo afortunada que era al estar a salvo de la inclemente lluvia que advertía en su ventana. Sus ojos se fueron cerrando en el deleite de la penumbra cuando un golpe seco la despertó, notó el cemento mojado y el ruido de sus huesos al quebrarse. Una horrible punzada en el costado y por su hocico percibió un hilillo cálido y viscoso que llegaba hasta su oreja.

Quiso ponerse de pie y no lo logró. Cosa rara, ya no sentía dolor ni frío, unos espasmos la recorrían. De reojo miró su cola, su velludo orgullo, estaba manchada de lodo y sangre. Sintió que unas manos la arrastraban hasta la orilla y un ruido de motor en marcha. Otra vez trató de pararse, de sacudirse, entonces comprendió que la casa, el sofá, la estufa, el café, habían sido una ilusión. Nunca más los soñaría. Dormiría para siempre en el único hogar que conocía: la calle.

No hay comentarios: