TALLERES

miércoles, 5 de diciembre de 2007

EL KNOX

El Knox se arremangó el caparazón, de un lengüetazo secó sus antenas y se armó de valor: tenía que atravesar la explanada de extremo a extremo. Eran kilómetros, pero si quería salvar a los suyos debía hacerlo, sino morirían de hambre. Se sentía como Cristóbal Colón. Atravesar lo desconocido para guiar a los otros, era una gran empresa. A través de generaciones se había contado la terrible presencia de Rovenzia. Jamás la había visto, pero a él le había tocado enfrentarla para llegar hasta la comida. Abriría camino, y los otros Knox, dejarían la oscuridad de las cañerías y las cortapisas, llevarían una vida más digna. Las escrituras lo habían anunciado. Él era el elegido. Tendría que atravesar montes y valles en asfixiante calor para encontrar esta nueva tierra. Se volvió a rasquetear las antenas, sacudió las patas y a correr con todas sus fuerzas encomendándose a Dios para no encontrarse con ella. Corrió sin parar. Subió el primer monte y continuó su loca carrera. Sentía calor, mucho calor, la sed y el hambre lo agobiaban, pero continuó corriendo. Las fuerzas le faltaban, casi desfallecía. Su pueblo dependía de esta carrera. De pronto sintió un pequeño temblor, apenas perceptible, que se agrandaba en forma tenaz. Se detuvo, esperando que pasara, lo que ya era casi terremoto. Todo se oscureció, sintió un gran peso encima y después la nada.

--¡Querido, ven, ven rápido!

--¿Qué quieres Rovenzia? Que estoy leyendo. ¡Déjame tranquilo!

--¡Una cucaracha!. He aplastado una tremenda cucaracha, cerca de la estufa. Casi llega a la despensa ¡Menos mal que la maté antes!

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